A poco de que febrero comience a vestirse de fiesta, con todo lo que trae este loco desvarío, uno no puede evitar mirar atrás. Y al mirar, entre las luces y los ecos, recordar cómo esta bendita locura se coló en mi vida para quedarse.
No sabría decirte cuándo comenzó, pero el porqué lo tengo claro: este veneno me lo inocularon mis padres. Ellos, con su amor por esta tierra, tejieron un vínculo que ya no tiene remedio. Mi madre, La Bely, entre las noches de Carnaval en Canal Sur, con Cádiz desfilando en cada copla. Mi padre, el Antonio de la Bely, archivando en VHS lo que ya era eterno, como si entendiera que la memoria necesita un lugar donde aferrarse.
Y entonces llegó Málaga. Era 1989. Recuerdo que empieza en la peña Carlinda, con su carroza del hospital clínico recién estrenado, encendió una chispa que pronto se convertiría en incendio. Y más tarde, esa murga de ‘Los Chinlú con luces’, que nos abrió los ojos a un Carnaval que no conocíamos, pero que ya sentíamos como propio.
La Bely, lideraba un club infantil en la peña Carlinda. En 1991, con instrumentos que parecían reliquias de una murga que ya no salió más, sacó adelante una murga de niños. Sin guitarra, pero con un corazón que no necesitaba acordes para latir. Fueron días de cabalgatas, de esquinas llenas de risas, de una plaza de toros que retumbaba con coplas, donde cantamos el himno de Andalucía, más buenas costumbres que mi madre me ha dado.
Y fue ahí, en ese preciso instante, donde entendí que el Carnaval no se elige, te elige. Que este veneno no tiene antídoto, ni lo quiero. Porque esta locura es herencia, y cuando te atrapa, no hay manera de escapar.
Fue un chute de veneno en la piel,
y ahora soy humo, fuego y niebla.
Con cada copla me quiero perder,
y en cada esquina, el alma se me suelta.
Ni vida, ni muerte, ni ley, ni condena,
solo un grito que nunca se calla.
Que el carnaval ni me consume ni me frena,
y que la pena me la trague la calle.